sábado, 7 de abril de 2012

Metro...

No soporto a la gente que no comprende que deben dejar bajar a las personas del metro antes de montarse ellas. Yo las observo divertida. Se van poquito a poco acercando a la puerta de acceso, mirando de reojo el monitor de minutos, van dando pasitos hasta colocarse tan cerca de una de las entradas, que cuando llega el metro no tienen más remedio que apartarse, pero sólo otro poquito, porque si no,  es imposible la maniobra. Una vez dentro se sienten más relajados, como diciendo para ellos "meta cumplida" y en sus facciones y gestos notas que se destensan, otra vez poquito a poquito. Hasta que llega la hora de la salida y vuelven a repetir la misma operación.

Yo soy una persona muy maníaca, pero tengo unas reglas, y es que hay que respetar a los demás por encima de todo. Pues he de admitir que en el metro me transformo en alguien a quien yo misma aborrezco.

Hay veces que entre metro y metro transcurren tantos minutos que he tenido que idear para hacerlo más llevadero tareas para joder a este tipo de gente. Cuando atisbo algún personaje de este tipo, me convierto en alguien peor que él y me adelanto a sus movimientos. Me coloco en la puerta en su lugar y cuando llega el vagón me aparto y dejo bajar a las personas, no teniendo más remedio mi infortunado personaje que esperar detrás mía. Una vez dentro noto que me dirige unas cuantas miradas asesinas, que convierten el momento en algo divertido. Ya no os cuento nada cuando sé en la parada en que se van a bajar y me coloco de nuevo delante para joderles otro momento del día.

En el metro te pueden ocurrir escenas maravillosas para ser relatadas. Yo he vivido centenares de ellas. He estado tan apretada, tan estrujada que he colocado el libro que estaba leyendo en ese momento entre dos hombros de igual altura. Debo decir que las miradas que recibí no fueron muy alentadoras.

Una vez sufrí durante un cuarto de hora la tortura de un niño que no dejaba de darme patadas durante todo el trayecto. La madre por supuesto no decía nada. Cuando fue mi turno de apearme me desquité y le devolví tan sólo una de ellas. Me bajé tan rápido como pude tras escuchar al niño que lloraba.  Suerte que la madre no me vio por la gente acumulada.

Otro día tal fue el frenazo, que en mi usual torpeza, me caí encima de un niño de veintipico que con una sonrisa de oreja a oreja me dijo que no pasaba nada. A los pocos minutos se produjo otro frenazo y volví a caer en el mismo lugar, y ya el chico lleno de satisfacción me rodeó con los brazos  insinuándome que sabía mi propósito y prometiéndome que si me quedaba quietecita iba a pasar un agradable trayecto.

Un día la puerta se cerró y a una chica que estaba a mi lado se le quedó atrapada entre dos puertas  la correa de un macuto que tenía en la espalda. Mar la buena fue a ayudarla. Ttiramos y tiramos sin darnos cuenta que ya estábamos en la siguiente parada, la puerta se abrió y nos mandó a las dos de un golpe al otro lado de la entrada, arrastrando con nosotras a otro chico que estaba allí parado leyendo, al cual se le cayeron del susto casi todas sus pertenencias. Esa chica aun me sonríe cuando me la encuentro de vez en cuando.

Ya no viajo tanto en metro, pero sé que en el momento que tenga que utilizarlo voy a sonreír porque me esperará alguna aventura fantástica con la que reírme a lo largo del día.

No hay comentarios:

Publicar un comentario