No soporto a la gente que no comprende que deben dejar bajar a
las personas del metro antes de montarse ellas. Yo las observo
divertida. Se van poquito a poco acercando a la puerta de acceso,
mirando de reojo el monitor de minutos, van dando pasitos hasta
colocarse tan cerca de una de las entradas, que cuando llega el metro no
tienen más remedio que apartarse, pero sólo otro poquito, porque si no, es imposible la maniobra. Una vez dentro se sienten más relajados, como
diciendo para ellos "meta cumplida" y en sus facciones y gestos notas
que se destensan, otra vez poquito a poquito. Hasta que llega la hora de
la salida y vuelven a repetir la misma operación.
Yo soy
una persona muy maníaca, pero tengo unas reglas, y es que hay que
respetar a los demás por encima de todo. Pues he de admitir que en el
metro me transformo en alguien a quien yo misma aborrezco.
Hay
veces que entre metro y metro transcurren tantos minutos que he tenido
que idear para hacerlo más llevadero tareas para joder a este tipo de
gente. Cuando atisbo algún personaje de este tipo, me convierto en
alguien peor que él y me adelanto a sus movimientos. Me coloco en la
puerta en su lugar y cuando llega el vagón me aparto y dejo bajar a las
personas, no teniendo más remedio mi infortunado personaje que esperar
detrás mía. Una vez dentro noto que me dirige unas cuantas miradas
asesinas, que convierten el momento en algo divertido. Ya no os cuento
nada cuando sé en la parada en que se van a bajar y me coloco de nuevo
delante para joderles otro momento del día.
En el metro te
pueden ocurrir escenas maravillosas para ser relatadas. Yo he vivido
centenares de ellas. He estado tan apretada, tan estrujada que he
colocado el libro que estaba leyendo en ese momento entre dos hombros de
igual altura. Debo decir que las miradas que recibí no fueron muy
alentadoras.
Una vez sufrí durante un cuarto de hora la
tortura de un niño que no dejaba de darme patadas durante todo el
trayecto. La madre por supuesto no decía nada. Cuando fue mi turno de
apearme me desquité y le devolví tan sólo una de ellas. Me bajé tan
rápido como pude tras escuchar al niño que lloraba. Suerte que la madre
no me vio por la gente acumulada.
Otro día tal fue el
frenazo, que en mi usual torpeza, me caí encima de un niño de veintipico
que con una sonrisa de oreja a oreja me dijo que no pasaba nada. A los
pocos minutos se produjo otro frenazo y volví a caer en el mismo lugar, y
ya el chico lleno de satisfacción me rodeó con los brazos insinuándome
que sabía mi propósito y prometiéndome que si me quedaba quietecita iba
a pasar un agradable trayecto.
Un día la puerta se cerró y
a una chica que estaba a mi lado se le quedó atrapada entre dos
puertas la correa de un macuto que tenía en la espalda. Mar la buena
fue a ayudarla. Ttiramos y tiramos sin darnos cuenta que ya estábamos en
la siguiente parada, la puerta se abrió y nos mandó a las dos de un
golpe al otro lado de la entrada, arrastrando con nosotras a otro chico
que estaba allí parado leyendo, al cual se le cayeron del susto casi
todas sus pertenencias. Esa chica aun me sonríe cuando me la encuentro
de vez en cuando.
Ya no viajo tanto en metro, pero sé que
en el momento que tenga que utilizarlo voy a sonreír porque me esperará
alguna aventura fantástica con la que reírme a lo largo del día.
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