Reparé en él por la cantidad de chapas que lucía. Como buena amante de ellas, era complicado apartar la vista de su espalda donde cubrían su pequeña mochila. Observé que estaban tan apretadas las unas a las otras que desde la distancia donde me encontraba, era imposible observarlas y prestarles atención como se merecían. Así que decidí acercarme. Aprovechando que era una hora de la tarde en que apenas había nadie en la librería, y que justo me tocaba ordenar una estantería cercana a su ubicación, decidí que era un momento adecuado, como podía haber sido otro cualquiera.
Desde mi nueva ventajosa situación ya pude apreciar con mayor precisión todos los detalles de aquellas pequeñas joyas. Contaba con una colección de múltiples colores y diferentes temáticas. Todas eran diferentes y en un principio no tenían ninguna relación entre ellas. Mi mirada pasó de su mochila a sus manos. Parecía dudar entre un volumen ilustrado de Kafka y una novela gráfica sobre el mismo autor.
Sonreí. Una persona con chapas en su mochila y sosteniendo entre las manos al formidable Kafka, era ya más que una buena señal en mi larga tarde aburrida para conocer a alguien interesante, que por algún motivo que no se puede llegar a explicar, sentí que terminaría aportándome cosas.
Me acerqué y entablamos conversación. Después de recomendaciones varias y de discernir sobre el ambiente kafkiano que habitaba en las novelas de El Golem de Gustav Meyrink y en el cuento ilustrado por la editorial Nórdica de Vila-Matas, me dijo que su nombre era Carlos.
Carlos parecía transmitir demasiada serenidad para la edad que decía tener. Miraba directamente a los ojos sin darte una mínima tregua de descanso. Hablaba con seguridad, contándome pequeños detalles sin importancia sobre hechos cotidianos que parecían para él en cambio tener una prioridad absoluta por la manera de relatarlos, se notaba que se esforzaba para que yo los comprendiera y entendiera. Hablamos sobre la vida, sobre el futuro, sobre la responsabilidad que en cierta manera arrastramos de poder llegar a ser felices. Me contó el origen de su devoción por las chapas, y no dudó en descolgar una pequeñita de su macuto y ofrecérmela con una amable sonrisa. Yo a cambio sólo pude darle las gracias. Pareció bastarle.
Seguimos charlando entre mis quehaceres en la librería sobre muchos diversos temas y como el mundo termina siendo tan pequeñito, acabó confesándome que me conocía ya de vista por haberse topado conmigo en mi época de becaria en la biblioteca de la Universidad.
Lo que más disfruto de estos encuentros fortuitos que te regala a veces la vida es que eres capaz de comunicarte con mayor facilidad con una persona desconocida y hablar sobre temas que quizás a amigos no te atrevas a contarles por miedo a que te juzguen. Me confesó su único miedo. Yo le hablé de mis cosas, de mis sueños, de cómo me sentía en este momento de mi vida. Charlamos sobre la idea de vida reducida a pequeños momentos bonitos en los que disfrutar, al mero hecho de compartir, a cómo lo etiquetábamos todo, al terrible error de los conceptos...
Tras terminar mi turno de tarde, al ir a despedirme de mi compañero, ví que me entregaba un paquetito. Era un regalo que me habían dejado. Sorprendida, lo abrí y me encontré un librito precioso de poesía. En su portada a lápiz estaban escritas estas palabras... "Gracias Mar, por todo lo que me has dado esta tarde, permite que te lo agradezca con este libro... "
Hoy soy yo la que te da a ti las gracias con esta pequeña entrada...