Dicen que la vida se compone y se nutre de pequeños momentos,
de instantes que penetran en la memoria de quien los vive y se eternizan
para siempre en algún lugar de nuestra psique. Esos pequeños momentos
nos convierten en lo que hoy somos.
Yo a lo largo de mi
existencia he tenido múltiples ocupaciones y trabajos. De muy pequeña me
dedicaba a ser narradora de historias, historias que me inventaba. Las
palabras llegaban a raudales a mi cabeza y tal como entraban y tomaban
cuerpo salían por mi boca. Ni que decir tienen que eran inventadas, yo
las hacía mías y las explicaba como tales. Según ellas, me había pasado
de todo, conocía a personas espectaculares y viajaba a lugares
recónditos. Mi familia ya me conocía y no se las creía, pero yo las
vivía como tales y fui muy feliz hasta que atisbé que nadie me creía. Me
acuerdo que era una niña tímida, que hablaba poco, me dedicaba a
observar a los que se expresaban a mi alrededor, un ratito a cada uno,
me fijaba en sus expresiones, en sus facciones, en la cara que ponían
cuando algo les fascinaba o preocupaba. Y cuando finalmente me atrevía a
hablar y a comunicarme y expresaba mis historias, podía por un momento
creer que yo era una persona importante que tenía mucha experiencia en
mi corta vida. Eran momentos que aún hoy recuerdo. Se fueron perdiendo
poco a poco. Mi hermana ya me conocía demasiado bien y me pillaba todas
las mentiras y me las desarmaba. Daba igual, me vino bien porque pude
entregarme a mi próxima ocupación igual de atrayente.
Luego
fui propietaria de un videoclub. Mi prima tenía uno y yo quería ser
como ella. Trabajar en uno era lo mejor que me había pasado en la vida.
Aconsejar a la gente la peli a elegir, ver la cantidad de historias que
había a mi disposición en las que yo podía ser la protagonista durante
un breve periodo de tiempo, eran para una niña un sueño hecho realidad.
Recuerdo que extendía en mi cama todos los libros que había en mi casa
creyéndome que eran películas y jugaba en mi cuarto con mi hermana a que
teníamos un videoclub y que nos iba bien como medio de ganarnos la
vida.
Después tuve una guardería. Me encantaban los niños,
no me cansaba de mirarlos, de estudiarlos y de jugar con ellos. Me pasé
parte de mi infancia soñando con que era capaz de cuidarlos, de soñar
que a mi lado estaban protegidos y eran felices. Hasta que llegó un día
que teniendo en brazos a un pequeño que vivía al lado de mi casa, se me
resbaló de los brazos y cayó en un maldito instante al suelo. El
resultado fue terrorífico para mí... Al pequeño por suerte sólo le pasó
que se le formó un chichón en la cabeza, pero yo toqué fondo... sentí por
primera vez el miedo de no poder ver colmados mis sueños, sentí miedo
de no poder proteger a nadie. Éste fue el comienzo de que mi instinto de
maternidad pasara a un segundo plano.
Más tarde quise
dedicarme toda mi vida a la peluquería, al cine, a ser socorrista... en
fin, una amalgama de trabajos para mí fascinantes y enriquecedores...
Hace
unos años, fui caminante, iba y venía días enteros por caminos de
helechos y arbustos, soñaba que conocía toda la fauna y flora a mi
alrededor. Era feliz recorriendo todos los pueblecitos con la mochila a
mi espalda, respirando el aire de la montaña, bañándome en el riachuelo
más próximo. Yo quería vivir en el campo, tener allí hijos y educarlos,
que corrieran y crecieran al lado de la madre naturaleza, sin problemas,
sin necesidades ficticias materiales que los hicieran unos
desgraciados. Mi pareja y yo nos íbamos a vivir a un lugar apartado del
ruido y alli seríamos totalmente felices. Nuestra dedicación consistía
en estar con la naturaleza y vivir de lo que nos aportara.
Hoy
en día me dedico a la biblioteconomía. Me gusta estar rodeada de
libros, de inmensas historias que me atraen y esperan ser recogidas por
mi mano algún día para poder disfrutarlas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario